Historia del Imperio Bizantino. (4) (Ισπανικά, Spanish)
15 Σεπτεμβρίου 2009
La Iglesia y el Estado al Final del Siglo IV.
Teodosio el Grande. El Triunfo del Cristianismo.
Bajo el sucesor de Juliano, Joviano (363-364), cristiano convencido y niceísta, fue restaurado el cristianismo. Pero tal medida no significó una persecución para los paganos. El temor que éstos sintieran al ser nombrado el nuevo emperador resultó falto de fundamento. Joviano se propuso, tan sólo, restaurar el estado de cosas anterior a Juliano. Se proclamó la libertad religiosa. Se permitió abrir templos paganos y sacrificar en ellos. A pesar de sus convicciones niceas, Joviano no adoptó medida alguna contra los adeptos de otras tendencias religiosas. Los desterrados que pertenecían a las diversas “corrientes” del cristianismo, fueron llamados. El lábaro reapareció en los campamentos. Joviano no reinó más que algunos meses, pero su actividad en el dominio religioso dejó mucha impresión. Filostorgio, historiador cristiano de tendencias arrianas, que escribió en el siglo V, observa: “Joviano restauró en las iglesias el antiguo estado de cosas, y las libró de los ultrajes que las había hecho sufrir el Apóstata.” (1)
Joviano murió de repente en febrero del 364. Tuvo por sucesores a Valentiniano I (364-375) y su hermano Váleme (364-378), que se repartieron el gobierno del Imperio. Valentiniano se reservó el gobierno de la mitad occidental del Imperio y dio a Váleme el Oriente.
En cuestiones de fe, ambos hermanos se atenían a principios opuestos. Mientras Valentiniano era más bien partidario del concilio de Nicea, Valente era arriano. Pero su niceísmo no hacía intolerante a Valentiniano, y bajo su reinado existió la más completa y más segura libertad de opinión. A su exaltación al poder publicó una ley según la cual todos tenían “libertad plena y entera de rendir culto al objeto que desease su conciencia.” (2) El paganismo gozó de cierta tolerancia. No obstante, Valentiniano mostró en toda una serie de medidas que era un emperador cristiano. Así, restauró los privilegios concedidos al clero por Constantino el Grande.
Valente siguió otro camino. Partidario de la tendencia arriana, mostróse intolerante con los demás cristianos, y si bien sus persecuciones no fueron muy severas ni muy sistemáticas, no por eso la población de la mitad oriental del Imperio dejó de atravesar bajo el reinado de Valente tiempos agitados.
(1) Filostorgio, Hist. celes., VIII, 5, ed. Bidez (1913), p. 106-07.
(2) Codex Theodosiantis, IX, 16, 9.
En el exterior, los dos hermanos hubieron de sostener una encarnizada lucha con los germanos. Sabido es que Valente encontró muerte prematura peleando con los godos. Pero el problema germánico en los comienzos de la historia de Bizancio será expuesto en el próximo capítulo.
En Occidente, sucedió a Valentiniano su hijo Graciano (375-383), y a la vez el ejército aclamó a su semihermano Valentiniano II, niño de cuatro años (375-392). A la muerte de Valente (378), Graciano nombró augusto a Teodosio y le dio el gobierno de la mitad oriental del Imperio y de la mayor parte de la Iliria.
Si se prescinde de Valentiniano II, joven y sin voluntad y que no desempeño papel alguno, aunque se inclinó hacia el arrianismo, el Imperio abandonó en definitiva, con Graciano y Teodosio, la vía de la tolerancia y se puso al lado del Símbolo de Nicea. En ello, Teodosio, emperador de Oriente, a quien la historia ha dado el sobrenombre de Grande (379-395), tuvo una intervención capital. A su nombre está indisolublemente ligada la idea del triunfo del cristianismo. Era partidario resuelto de la fe que había elegido y no cabía esperar, bajo su reinado, tolerancia para el paganismo.
La familia de Teodosio se había distinguido desde la segunda mitad del siglo IV, merced al padre de Teodosio el Grande, llamado Teodosio también, y que había sido uno de los mas brillantes generales de la mitad occidental del imperio bajo Valentiniano I. Nombrado Augusto por Graciano en el 379 y colocando a la cabeza del Oriente, Teodosio, que tenia tendencias cristianas, pero que no había sido bautizado aun, lo fue al año siguiente en Tesalónica, en el curso de una breve dolencia, gracias al interés del obispo de la ciudad, Ascolio partidario del niceísmo.
Tedosoio se halla ante dos difíciles tareas: restablecer la unidad interior del Imperio, desgarrado por querellas religiosas a causa de la existencia de múltiples corrientes de tendencia diversa, y salvar al Imperio de la presión continua de los bárbaros germánicos, concretamente de los godos, que amenazaban a la sazón la misma vida del Imperio.
Hemos visto que el arrianismo había ejercido bajo el predecesor de Teodosio un papel preponderante. Después de la muerte de Valente, y sobre todo en el corto interregno provisional que precedió a la exaltación de Teodosio al poder, los conflictos religiosos se habían reavivado, tomando a veces formas muy violentas. Tales turbulencias y disputas se manifestaban sobre todo en la Iglesia de Oriente y en Constantinopla. Las disensiones dogmáticas rebalsaban el restringido círculo del clero y se extendían a toda la sociedad de la época penetrando la multitud y llegando a la calle. La cuestión de la naturaleza del Hijo de Dios, se discutía con pasión extraordinaria, durante la segunda mitad del siglo IV, en todas partes, en los concilios, en las iglesias, en el palacio imperial, en las cabañas de los eremitas, en plazas y mercados. Gregorio, obispo de Nisa, habla no sin sarcasmo, hacia la segunda mitad del siglo IV, de la situación surgida de ese estado de cosas: “Todo está lleno de gentes que discuten cuestiones ininteligibles, todo: las calles, los mercados, las encrucijadas…Si se pregunta cuántos óbolos hay que pagar, se os contesta filosofando sobre lo creado y lo increado. Se quiere saber el precio del pan y se os responde que el Padre es más grande que el Hijo. Se pregunta (a los demás) por su baño y se os replica que el Hijo ha sido creado de la Nada.” (1)
Con el advenimiento de Teodosio, las circunstancias cambiaron mucho. A raíz de su llegada a Constantinopla, el emperador hizo al obispo arriano la propuesta siguiente: que abdicara el arrianismo y se alinease en el niceísmo. Pero el obispo se negó a obedecer y prefirió ausentarse de la capital y celebrar reuniones arrianas extramuros de Constantinopla. Todas las iglesias de la ciudad fueron entregadas a los niceanos.
Teodosio se halló ante el problema de la regularización de sus relaciones con heréticos y paganos. Ya bajo Constantino, la Iglesia católica (es decir, universal) (“Ecclesia Catholica”) se había opuesto a los herejes (“haeretici”), A partir de Teodosio, la distinción entre “católico” y “herético” fue definitivamente establecida por la ley. Con el término de católico se entendió desde entonces partidario de la fe niceana y los representantes de todas las demás tendencias religiosas fueron calificados de heréticos. Los paganos (“pagani”) quedaron incluidos en una categoría especial.
Al declararse niceano convencido, Teodosio entabló una lucha encarnizada contra los heréticos y paganos. Los castigos que les infligió acrecieron progresivamente. En virtud del edicto de 380, no debían llamarse “cristianos católicos” más que quienes, de acuerdo con la enseñanza apostólica y la doctrina evangélica, creían en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Los demás, aquellos “insensatos extravagantes” que seguían ida vergüenza de la doctrina herética,” no tenían el derecho de llamar Iglesia a su reunión e incurrían en graves castigos. (2) Con este edicto, al decir de un sabio historiador, “Teodosio fue el primero de los emperadores que reglamentó en su propio nombre, y no en el de la Iglesia, el Código de las verdades cristianas obligatorias para sus súbditos. (3) Otros edictos de Teodosio prohibieron a los herejes toda reunión religiosa de carácter público o privado, no siendo autorizadas más que las reuniones de los partidarios del Símbolo de Nicea, a quienes debían ser entregadas las iglesias en la capital y en todo el Estado. Los heréticos sufrieron graves restricciones en sus derechos civiles, como, por ejemplo, en materia de herencias, testamentos, etc.
(1) Gregorio de Nissa. Oratio de Deitate Filii et Spíritus Sancti. Migne, Patr. Gr.XLVI- 557-
(2) Codex Theodosianus, I, 2.
(3) N. Cherniavski, El emperador Teodosio el Grande y su política religiosa (Serguiev.188-189. en ruso)
Deseoso de restablecer la paz y el acuerdo en la Iglesia cristiana, Teodosio convocó, en 381, un concilio en Constantinopla. Sólo participaron en él los representantes de la Iglesia de Oriente. Se califica a ese concilio de segundo concilio ecuménico. Ninguna de tales reuniones nos ha dejado tan pocos documentos como ésta. No se conocen sus actas. Al principio incluso no se la llamó concilio ecuménico, y sólo en el año 451 se le dio sanción oficial. La cuestión principal que, en el dominio de la fe, se discutió en este segundo concilio, fue la herejía de Macedonío, el cual, siguiendo el desarrollo natural del arrianismo, demostraba la creación del Espíritu Santo. El concilio, después de establecer la doctrina de la consubstancialidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, y tras condenar al macedonismo o doctrina de Macedonio, y una serie de otras herejías relacionadas con el arrianismo, confirmaba el símbolo de Nicea, en lo concerniente al Padre y al Hijo y le añadía un artículo sobre el Espíritu Santo.
Esta adición establecía sólidamente el dogma de la identidad y consubstancialidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero dada, la penuria e imprecisión de nuestros conocimientos sobre tal concilio, algunos sabios de Europa occidental han emitido dudas sobre el Símbolo de Constantinopla, que, sin embargo se cambió en el símbolo más rápidamente extendido e incluso el único oficial en todas las confesiones cristianas, a pesar de la diversidad dogmática de éstas. Se ha declarado que este símbolo, no fue el resultado de los trabajos del segundo concilio; que este no lo compuso ni lo pudo componer, y que, por tanto, semejante símbolo es apócrifo. Otros pretenden que fue compuesto antes o después de dicho concilio.
Teodosio se hallaba ante dos difíciles tareas: restablecer la unidad interior del Imperio, desgarrado por querellas religiosas a causa de la existencia de múltiples corrientes de tendencia diversa, y salvar al Imperio de la presión continua de los bárbaros germánicos, concretamente de los godos, que amenazaban a la sazón la misma vida del Imperio.
Hemos visto que el arrianismo había ejercido bajo el predecesor de Teodosio un papel preponderante. Después de la muerte de Valente, y sobre todo en el corto interregno provisional que precedió a la exaltación de Teodosio al poder, los conflictos religiosos se habían reavivado, tomando a veces formas muy violentas. Tales turbulencias y disputas se manifestaban sobre todo en la Iglesia de Oriente y en Constantinopla. Las disensiones dogmáticas rebasaban el restringido círculo del clero y se extendían a toda la sociedad de la época, penetrando la multitud y llegando a la calle. La cuestión de la naturaleza del Hijo de Dios se discutía con pasión extraordinaria, durante la segunda mitad del siglo IV, en todas partes: en los concilios, en las iglesias, en él palacio imperial, en las cabañas de los eremitas, en plazas y mercados. Gregorio, obispo de Nisa, habla, no sin sarcasmo, hacia la segunda mitad del siglo IV, de la situación surgida de ese estado de cosas: “Todo está lleno de gentes que discuten cuestiones ininteligibles, todo: las calles, los mercados, las encrucijadas… Si se pregunta cuántos óbolos hay que pagar, se os contesta filosofando sobre lo creado y lo increado. Se quiere saber el precio del pan y se os responde segundo concilio; que éste no lo compuso ni lo pudo componer, y que, por tanto, semejante símbolo es apócrifo. Otros pretenden que fue compuesto antes o después de dicho concilio. Pero la mayoría de los historiadores — sobre todo la escuela rusa — demuestran que el Símbolo de Constantinopla fue efectivamente compuesto por los Padres del segundo concilio, si bien no quedó reconocido hasta la victoria de la ortodoxia en Calcedonia.
También al segundo concilio correspondió fijar el rango del patriarca de Constantinopla en relación al obispo de Roma. El tercer canon del concilio declara: “Que el obispo de Constantinopla sea el primero después del obispo de Roma, porque Constantinopla es la nueva Roma.” Así, el patriarca de Constantinopla ocupó entre los patriarcas el primer lugar después del de Roma. Semejante distinción no podía ser aceptada por otros patriarcas de Oriente, más antiguos. Es interesante notar la argumentación del tercer canon, que define la jerarquía eclesiástica del obispo de Constantinopla según la situación de la ciudad, capital del Imperio.
El teólogo Gregorio de Nacianzo, que, elegido para la sede episcopal de Constantinopla, había cumplido un importante papel en la capital al principio del gobierno de Teodosio, no pudo resistir a los múltiples partidos que lucharon contra él en el concilio, y pronto hubo de alejarse de éste y abandonar su sede, así como la propia Constantinopla poco tiempo después. En su lugar fue elegido un laico, Nectario, que no poseía conocimientos teológicos profundos, pero que sabía entenderse con el emperador. Nectario pasó a presidir el concilio, el cual concluyó sus tareas en el estío de 381.
La actitud de Teodosio respecto al clero en general, es decir, al clero católico o niceísta, fue la siguiente: conservó y hasta amplío los privilegios que en el campo de las cargas personales, tribunales, etc., habían sido concedidos a obispos y clérigos por los emperadores precedentes, pero a la vez se esforzó en tornar semejantes privilegios inofensivos para los intereses del Estado. Así, Teodosio, por un edicto, obligó a la Iglesia a soportar ciertas cargas extraordinarias del Estado (“extraordinaria munera”). Se Limitó, en razón de los frecuentes abusos, la extensión de la costumbre de acogerse a la Iglesia como a un asilo que protegía al culpable de la persecución de las autoridades, y fue prohibido a los deudores al Estado tratar de substraerse a sus deudas refugiándose en los templos. Al clero le fue vedado ocultarlos. (2)
(1) Codex Tlieodosianus, XI, 16, 18.
(2) Ibid., IX, 45, I.
Teodosio tenía la firme voluntad de organizar por sí mismo todos los asuntos de la Iglesia, y en general lo consiguió. No obstante, tropezó con uno de los representantes más ilustres de la Iglesia de Occidente: Ambrosio, obispo de Milán. Teodosio y Ambrosio encarnaban dos puntos de vista diferentes sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado. El primero era partidario de la superioridad del Estado sobre la Iglesia y el segundo pensaba que los asuntos de la Iglesia se abstraían a la competencia del poder secular. El conflicto estalló con motivo de las matanzas de Tesalónica. En esta populosa y rica ciudad, la falta de tacto de jefe de los germanos, numerosos destacamentos de los cuales estaban acantonados allí, establecer la doctrina de la consubstancialidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, y tras condenar al macedonismo, o doctrina de Macedonio, y una serie de otras herejías relacionadas con el arrianismo, confirmaba el Símbolo de Nicea en lo concerniente al Padre y el Hijo y le añadía un articulo sobre el Espíritu Santo.
Esta adición establecía sólidamente el dogma de la identidad y consubstancialidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, dada la penuria e imprecisión de nuestros conocimientos sobre tal concilio algunos sabios de la Europa, occidental han emitido dudas sobre el Símbolo de Constantinopla, que, sin embargo se trocó en el símbolo más rápidamente extendido e incluso el único oficial en todas las confesiones cristianas, a pesar de la diversidad dogmática de éstas Se ha declarado que ese símbolo no fue el resultado de los trabajos del tomados allí, hizo estallar una sedición entre los moradores, exasperados por las violencias de los soldados. El jefe germano y varios de sus hombres resultaron muertos. Teodosio, que sentía las mejores disposiciones hacia los germanos (algunos de los cuales ocupaban grados altos en sus ejércitos), se enfureció y se vengó de Tesalónica con una sangrienta matanza de sus habitantes, sin distinción de edad ni sexo. La orden del emperador fue ejecutada por los germanos. Pero este acto cruel del emperador no quedó impune. Ambrosio excomulgó al emperador, quien, a pesar de su poder y autoridad, hubo de confesar en público su pecado y cumplir humildemente la penitencia que le impuso Ambrosio. Mientras duró tal penitencia, Teodosio no llevó ropas reales.
En tanto que mantenía una lucha implacable contra los herejes, Teodosio no dejaba de tomar medidas decisivas contra los paganos. Con una serie de decretos prohibió sacrificar, buscar presagios en las entrañas de los animales y frecuentar los templos paganos. Como consecuencia de tales medidas, los templos paganos se cerraron. Los edificios sirvieron a veces para menesteres del Estado. Otras, los templos paganos, con todas las riquezas y tesoros artísticos que contenían, fueron demolidos por un populacho fanático. Nos consta la destrucción, en Alejandría, del famoso templo de Serapis, o Serapeion, centro del culto pagano en aquella ciudad. El último edicto de Teodosio contra los paganos, emitido el 392, prohibía de manera definitiva los sacrificios, las libaciones, las ofrendas de perfumes, las suspensiones de coronas, los presagios. Allí se trataba a la antigua religión de “superstición gentilicia.” (1) Todos los violadores del edicto eran declarados culpables de lesa majestad y de sacrilegio, amenazándoseles con penas severas. Un historiador llamó al edicto de 392, “el canto fúnebre del paganismo.” (2)
(1) Codex Theodosianus, XVI, 10, 12.
(2) Rauschen, Jahrbüchcr áer christlichcn Kirche unter dem Kaiser Thetodosius den Grossen (Freiburg i. B., 1897), P. 376.
Con este edicto terminó la lucha sostenida por Teodosio contra el paganismo en Oriente.
En Occidente, el episodio más célebre de la lucha entablada contra el paganismo por los emperadores Graciano, Valentiniano II y Teodosio se produjo al ser quitado del Senado romano el altar de la Victoria. Retirado dicho altar ya una vez, por Constantino, como hemos visto, había sido reintegrado por Justiniano. Los senadores, que seguían siendo semipaganos, vieron en aquello el fin de la pasada grandeza de Roma. Se envió al emperador un orador pagano, el famoso Símaco, para pedir la restitución del altar al Senado. Como dice Uspenski (t. I., Pág. 140, en ruso), aquel fue “el último canto del paganismo moribundo que, tímida y plañideramente, pedía gracia al joven emperador (Valentiniano II) para la religión a la que sus antepasados debían su gloria y Roma su grandeza.” La misión de Símaco no triunfó. El obispo de Milán, Ambrosio, se mezcló en el asunto y obtuvo la victoria.
En 393 se celebraron por última vez los Juegos Olímpicos. Se transportaron a Constantinopla desde Olimpia diversos monumentos antiguos, entre ellos la famosa estatua de Zeus ejecutada por Fidias.
La política religiosa de Teodosio se distingue claramente de la de sus predecesores. Estos últimos se habían unido a tal o cual forma de cristianismo, o al paganismo (como Juliano), adoptando cierta tolerancia para las opiniones o creencias ajenas. La igualdad de las religiones existía “de jure.” Teodosio se situó en una posición diferente. Aceptó la fórmula de Nicea como la única justa, y le dio fundamentos legales prohibiendo por completo las otras tendencias religiosas del cristianismo, y el paganismo también.
Con Teodosio, se vio en el trono romano a un emperador que consideraba la Iglesia y las opiniones religiosas de sus súbditos como asunto de su competencia. No obstante, Teodosio no consiguió dar a la cuestión religiosa la solución que deseaba, esto es, crear una Iglesia niceísta y única. No sólo continuaron las disputas religiosas, sino que se multiplicaron y ramificaron, dando, en el siglo V, origen a una actividad religiosa desbordada y ferviente. Pero sobre el paganismo sí consiguió Teodosio una victoria completa. Su reinado presenció la solidificación institucional del cristianismo. El paganismo, perdiendo la facultad de manifestarse abiertamente, dejó de existir como entidad organizada. Cierto que quedaron paganos, pero eran sólo familias o individuos aislados, que guardaban en secreto los amados objetos del legado de una religión muerta.
Teodosio no incomodó a la escuela pagana de Atenas, que continuó existiendo y haciendo conocer a sus auditores las obras de la literatura antigua.
El Problema Germánico (Godo) en el Siglo IV.
La cuestión candente que gravitaba sobre el Imperio a fines del siglo IV, era la de los germanos, y en especial la de los godos.
Los godos, que al principio de la era cristiana vivían en el litoral meridional del mar Báltico, emigraron, probablemente a fines del siglo II y por causas difíciles de precisar, a los países del sur de la Rusia contemporánea. Llegaron hasta las orillas del mar Negro y ocuparon el territorio comprendido entre el Don y el Danubio inferior. El Dniéster dividía a los godos en dos tribus: los godos del este u ostrogodos, y los godos del oeste o visigodos. Como todas las demás tribus germanas de la época, los godos eran verdaderos bárbaros, pero se encontraron, en la Rusia meridional, en condiciones muy favorables para la civilización. Todo el litoral septentrional del mar Negro había estado, desde mucho antes de la era cristiana, cubierto de ricos focos de civilización, de colonias griegas cuya influencia, a juzgar por los datos arqueológicos, se había remontado bastante lejos hacia el norte, en el interior del país, y se hacía sentir en aquellas regiones desde muchísimo tiempo atrás. En Crimea se hallaba el opulento y civilizado reino del Bosforo o Cimerio. Gracias a su contacto con las antiguas colonias griegas y con el reino del Bosforo, los godos recibieron algún influjo de la civilización antigua, mientras, por otra parte, entraban en contacto también con el Imperio romano en la Península Balcánica. Más tarde, cuando aparecieron en la Europa occidental, los godos eran ya un pueblo que superaba sin duda en civilización a las otras tribus germánicas de la época.
La actividad de los godos, afincados en las estepas de la Rusia meridional, tomó en el siglo III dos direcciones: por un lado les atraía el mar y las posibilidades que éste les brindaba de emprender incursiones navales por el litoral del Negro; por otro, al sudoeste, se acercaron a la frontera romana del Danubio, chocando así con el Imperio.
Los godos se fijaron primero en el litoral septentrional del mar Negro, apoderándose, a mediados del siglo III, de Crimea, y por tanto del reino del Bosforo, incluido en ella. Empleando los numerosos buques bosforianos, emprendieron, durante la segunda mitad del siglo III una serie de incursiones devastadoras. Pusieron a saco varias veces el rico litoral caucásico y las no menos ricas costas del Asia Menor; avanzaron por el litoral occidental del mar Negro hasta el Danubio y, atravesando el mar, llegaron, por el Bosforo, la Propóntide (mar de Mármara) y el Helesponto (Dardanelos), al Archipiélago. De camino, saquearon Bizancio, Crisópolis (ciudad en la orilla de Asia, frente a Bizancio, hoy Escútari), Cízico, Nicomedia y las islas del Egeo. Los piratas godos no se detuvieron en esto, sino que atacaron Efeso, Tesalónica y, acercándose con sus barcos a las costas de Grecia, pusieron a saco Argos, Corinto y muy probablemente Atenas. Por suerte, se salvaron las obras maestras de esta última ciudad. La isla de Rodas, Creta y el mismo Chipre — que no estaba en su itinerario, si vale la expresión — sufrieron sus incursiones. Pero estas empresas marítimas se limitaban a saqueos y devastaciones, tras lo cual las naves de los godos volvían al litoral septentrional del mar Negro. Varias bandas de estos piratas, que se aventuraron en tierra, fueron aniquiladas o cautivadas por los ejércitos romanos.
Por tierra, las relaciones de los godos con el Imperio produjeron resultados mucho más importantes. Aprovechando las turbulencias del Imperio en el siglo III, los godos, en la primera mitad de este siglo, comenzaron a franquear el Danubio y a practicar incursiones en territorio romano. El emperador Gordiano llegó a verse obligado a pagarles un tributo anual. Esto no les contuvo. Pronto los godos hicieron una nueva incursión en el Imperio, invadiendo Tracia y Macedonia. El emperador Decio murió en una expedición contra ellos (251). El 269, el emperador Claudio logró causarles una grave derrota cerca de Naisos (Nisch). El emperador hizo gran cantidad de prisioneros, admitió parte de ellos en su ejército y fijó otra, en calidad de colonos, en las tierras romanas despobladas. Su victoria sobre los godos valió a Claudio el sobrenombre de Gótico. Pero a poco, Aureliano, que había restablecido de momento la unidad del Imperio (270-275), se vio obligado a ceder a los godos la Dacia, instalando en Mesia la población romana de esta región. En el siglo IV se veían con frecuencia godos en los ejércitos romanos. Según el historiador Jordanes, un destacamento de godos sirvió lealmente en el ejército de Valerio. (1) Los godos alistados en los ejércitos de Constantino le ayudaron en su lucha contra Licinio. Finalmente los visigodos concluyeron un tratado con Constantino, obligándose a proporcionarle 40.000 guerreros para las luchas emprendidas por el emperador contra diversos pueblos. Juliano tuvo también en su ejército un destacamento de godos.
(1) ed. Mommsen, p.86, Jordanes, Getica, XXI, 110.
En el siglo III, se desarrolló ente los godos de Crimea el cristianismo, exportado allí probablemente por los cristianos del Asia Menor hechos prisioneros por los godos en sus incursiones marítimas. En el concilio de Nicea (325). un obispo godo, Teófilo, participó en las discusiones ecuménicas y firmó el Símbolo de Nicea. En el siglo IV, Wulfila evangelizó a otros godos. Wulfila, de origen griego quizá, pero nacido en territorio godo, había vivido algún tiempo en Constantinopla. Le consagró obispo un obispo arriano. De regreso con los godos, Wulfila, durante algunos años predicó entre ellos el cristianismo según el rito arriano. Para facilitar a los godos el conocimiento de la Santa Escritura, compuso con ayuda de letras griegas un alfabeto godo, y tradujo la Biblia al godo. La forma arriana del cristianismo recibida por los godos tuvo considerable importancia en su historia ulterior, ya que, más tarde, al instalarse sus tribus en territorios del Imperio romano, su doctrina les impidió fundirse con la población indígena, que era nicea. Los godos de Crimea siguieron siendo ortodoxos.
Las relaciones amistosas entre los godos y el Imperio evolucionaron cuando, en 375, los salvajes hunos, pueblo de origen turco, (1) irrumpieron desde Asia en Europa e infligieron una cruenta derrota a los ostrogodos. Continuando su empuje hacia el oeste, comenzaron, en unión de los ostrogodos sometidos, a presionar a los visigodos. Este pueblo, que vivía en los confines del Imperio, no viéndose en situación de oponerse a los hunos, que habían aniquilado ya gran número de ellos, con sus mujeres e hijos, hubo de pasar la frontera y entrar en territorio romano. Las fuentes cuentan que los godos, en la orilla derecha del Danubio, suplicaban a las autoridades romanas, con lágrimas en los ojos, que les permitiesen atravesar el río. Los bárbaros ofrecían, si el emperador se lo autorizaba, instalarse en Tracia y Mesia para cultivar la tierra; prometían al emperador proporcionarle fuerzas militares y se obligaban a obedecer sus mandatos, lo mismo que sus súbditos. Una delegación con instrucciones en tal sentido fue enviada al emperador. En el gobierno romano y entre los generales hubo una mayoría muy favorable a la propuesta de instalación de los godos. Se veía en ella un aumento de la población rural y de las fuerzas militares, tan útiles para el Estado. Los nuevos súbditos defenderían el Imperio, y los habitantes indígenas de las provincias afectadas, que estaban entonces sometidos a reclutamiento, substituirían éste por un impuesto en metálico, lo que aumentaría las rentas estatales.
Triunfó tal punto de vista y los godos recibieron permiso para atravesar el Danubio. “Así fueron acogidos—dice Fustel de Coulanges en su Historia de las instituciones políticas de la antigua Francia (2) — en territorio romano de cuatrocientos mil a quinientos mil bárbaros, cerca de la mitad de los cuales estaban en condición de empuñar las armas.” Incluso si se aminora esa cifra, queda en pie el hecho de que el número de bárbaros establecidos en Mesia era considerable.
(1) El historiador D. I. Ilovaiski (muerto en 1920) ha defendido hasta nuestros días, con ahinco incomprensible, el supuesto origen eslavo de los hunos. (2) Segunda ed., París, 1904, p. 408.
Al principio los bárbaros vivieron tranquilos. Pero, poco a poco, un cierto descontento, que gradualmente se tornó en irritación, prendió en sus filas contra los generales y funcionarios romanos. Estos últimos retenían parte del dinero destinado al sustento de los colonos y los alimentaban mal. Los maltrataban e insultaban a sus mujeres e hijos. Incluso mandaron al Asia Menor gran número de godos. Las quejas de éstos no eran atendidas. Entonces, los bárbaros, exasperados, se sublevaron y llamando en su ayuda a los alanos y los hunos, penetraron en Tracia y marcharon sobre Constantinopla. El emperador Valente, que hallaba en guerra con Persia, al tener noticia del alzamiento de los godos, corrió desde Antioquía a Constantinopla. Se libró batalla cerca de Adrianópolis el 9 de agosto del 378. Los godos infligieron una derrota terrible al ejército romano. El propio Valente murió allí. El camino de la capital quedó abierto a los godos, que cubrieron toda la Península balcánica, llegando hasta las murallas de Constantinopla. Pero sin duda no habían concebido un plan general de ataque al Imperio. (1) Teodosio, sucesor de Valente, logró, con ayuda de destacamentos de godos mismos, vencer a los bárbaros y suspender sus pillajes. Este hecho muestra que, mientras parte de los godos hacía la guerra al Imperio, otra consentía en servir en sus ejércitos y batirse contra los demás germanos. Después de la victoria de Teodosio, “volvió la tranquilidad a Tracia, porque los godos que se encontraban allí habían perecido,” con palabras del historiador pagano del siglo V, Zósimo (Historia nova, IV, 25, 4, ed. Mendelssohn, p. 1818). De modo que la victoria de los godos en Adrianópolis no les permitió fijarse en ninguna región del Imperio.
Pero desde esta época empezaron a infiltrarse en la vida del Imperio por medios pacíficos. Teodosio, comprendiendo que no podría vencer por fuerza de armas a los bárbaros instalados en territorio romano, entró en las vías de un acuerdo amistoso, asociando a los godos a la civilización romana y, lo que fue más importante, atrayéndoles a su ejército. Poco a poco, las tropas que tenían por misión defender el Imperio fueron reemplazadas en su mayor parte por compañías germánicas. Muy a menudo, los germanos hubieron de proteger al Imperio contra otros germanos.
La influencia de los godos se hizo notar en el mando superior del ejército y en la administración, donde los puestos más elevados e importantes fueron reservados a los germanos. Teodosio, que veía en una política germanófila la paz y la salvación del Imperio, no comprendía el peligro que ulteriormente pudiera representar para la misma existencia del Estado el desarrollo del germanismo bárbaro. Es notorio que Teodosio no debió ver la debilidad de semejante política, que fallaba en especial por lo concerniente a la defensa militar del país. Los godos, que habían tomado de los romanos su arte militar, su táctica, su manera de combatir, su armamento, se convirtieron en una fuerza temible que podía en cualquier instante volverse contra el Imperio. La población indígena grecorromana, relegada a segundo plano, sintió vivo descontento contra el predominio de los godos. Se hizo sentir un movimiento antigermano que podía producir muy graves complicaciones internas.
En 395, Teodosio murió en Milán. Su cuerpo, embalsamado, fue conducido a Constantinopla y enterrado en la iglesia de los Santos Apóstoles. Teodosio dejaba dos hijos, muy jóvenes todavía, que fueron reconocidos como sus sucesores: Arcadio y Honorio. Arcadio recibió el Oriente; Honorio, el Occidente.
Teodosio no había conseguido los resultados buscados en la doble tarea que se había propuesto. El segundo concilio ecuménico, que proclamó la preeminencia del niceísmo en el cristianismo, no logró restablecer la unidad de la Iglesia. El arrianismo, en sus diferentes manifestaciones, siguió subsistiendo y su desarrollo creó nuevas corrientes religiosas que habían de alimentar en el siglo V la vida religiosa y la social (ésta íntimamente ligada a aquélla), sobre todo en las provincias orientales, en Siria y en Egipto, lo que debía tener consecuencias de la mas alta importancia para el Imperio. Teodosio mismo al dejar penetrar el elemento germánico en su ejercito, al permitir a aquel elemento arriano adquirir preponderancia, tuvo que hacer concesiones al arrianismo, abandonando así el niceismo integral. Por otra parte, su politica germanófila, que entregaba a los bárbaros la defensa del país y los cargos mas importantes de la administración, dando predominio a los germanos, provocó — ya lo hemos dicho — profundo descontento e irritación indígena grecorromana. Los focos principales de la preponderancia germana fueron la capital la Península Balcánica y cierta parte del Asia Menor. Las provincias de Oriente, Siria, Palestina y Egipto no sintieron aquel yugo. Desde fines del siglo IV, la influencia de los bárbaros empezó a amenazar seriamente la capital y, con ella, toda la zona oriental del Imperio. De este modo, Teodosio, que se había propuesto establecer la paz entre el Imperio y los bárbaros y crear una Iglesia unida y uniforme, fracasó en ambas cosas, dejando a sus sucesores la misión de resolver aquellos dos complejísimos problemas.
En curso…